Es el día doce de diciembre de mil novecientos treinta y seis, son las catorce horas y diecinueve minutos y el Submarino C-3 navega en superficie mientras el segundo turno de la dotación acaba su comida.
En cubierta se encuentran el Capitán de la nave, Antonio Arbona ,su segundo, el Capitán de la Marina Mercante García Viñas, el enfermero y dos marineros que se afanan en tirar por la borda los restos de la comida tal y como les ha encomendado el cocinero Ros.
De pronto suena el estruendo, se abren las puertas del averno. El C-3 inicia su última inmersión con treinta y cinco marineros en su interior y cinco en cubierta.
Agazapado traidoramente, el U-34, submarino alemán de los U-boots capitaneado por Herald Grosse, observa la escena del hundimiento, huye rápidamente para evitar ser detectado por otros navíos de la Armada y escapa rumbo a su país no sin antes enviar un mensaje a sus mandos en el que refiere textualmente: «Hundido Málaga submarino Clase C».
El día es claro y radiante, muchos son los testigos que desde tierra observan la escena que tiene lugar a tan corta distancia y, sobrecogidos por la tragedia, se refugian en sus casas.
Ahí comenzó una leyenda, una triste y amarga leyenda, una historia sumergida en las profundidades de un Submarino fiel a la República que fue blanco fácil para una Armada que actuó de forma pirata, saltándose todos los protocolos dictados en el Tratado de Versalles y que encontró un campo de pruebas excelente en nuestra contienda para perpetrar la que sería una de las mayores atrocidades que la humanidad ha conocido, la Segunda Guerra Mundial.
El Cabo de Primera de electricidad y torpedos, Joaquín Ruíz Baeza es uno de los marinos que se encuentra en ese ataúd de acero, era hermano de mi madre y tenía veinticinco años. Se formó en El Ferrol adonde llegó al Buque-Escuela Galatea a los doce años como hijo pobre de Guardia Civil.
Aunque yo nací lustros después de los hechos, lo hice con la estela del submarino pegada a mi alma. El abuelo había muerto en mli novecientos cuarenta y seis y la abuela cerró la casa familiar con todos los recuerdos adentro y se vino a vivir con mis padres el día en que mi madre dio a luz a su primer hijo, mi único hermano.
Los dos la recordamos contándonos cada día la historia del hijo desaparecido, rezándole rosarios y renovando las mariposas que nadaban en un tazón con agua y aceite y que permanecieron encendidas hasta su muerte acaecida cuando contaba noventa y ocho años en mil novecientos setenta y cuatro.
En mil novecientos noventa y ocho, tras observar unas persistentes manchas de aceite en la superficie del agua cuando salía a navegar por la zona, el abogado malagueño Antonio Checa, comenzó a investigar, contactó con la Armada y ésta certificó que a sesenta metros se hallaba el pecio del Submarino C-3, partido en dos y cubierto de redes.
La Universidad Politécnica de Valencia en la que trabajé, me publicó en el año dos mil tres un libro que escribí recopilando recuerdos de aquel ser entrañable tantos años olvidado junto a sus compañeros.
También es interesante y con contenidos variados y muy reseñables, la página peppoweb.com/submarinoc3/ construida por José Pérez Lozano, malagueño interesado por aquellos marinos que defendieron su ciudad en la guerra (in)civil.
Allí se pueden encontrar desde el libro referido y cuyo título es «Los sueños perdidos. Crónica de un marino español» hasta otros de personalidades de la Armada, videos de documentales varios, etc.
Rita Campillo Ruiz
Valencia, 9 de agosto de 2014
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