En esta pĆ”gina y por gentileza de la autora, podemos leer el libro: Ā«Los SueƱos Perdidos. CrĆ³nica de un marino espaƱolĀ», publicado en la EDITORIAL DE LA UPV (Universidad PolitĆ©cnica de Valencia, EspaƱa) precedido por un interesante prĆ³logo en el que la autora habla sobre ella y sobre las circunstancias que rodearon la trĆ”gica historia del Submarino C3.
El material que se reproduce aquĆ estĆ” protegido por derechos de propiedad intelectual de la Autora y no se puede reproducir, sin su previo consentimiento. Esperamos que su lectura te resulte interesante.
ATENCION: Incluimos la versiĆ³n Ćntegra y Ćŗltima del libro completamente actualizado. Te invitamos a leerlo de nuevo.
PrĆ³logo
Soy Rita Campillo Ruiz, sobrina de JoaquĆn Ruiz Baeza – Cabo de electricidad y torpedos- del Submarino C-3 hundido en aguas de la bahĆa de MĆ”laga el dĆa doce de diciembre de mil novecientos treinta y seis por un submarino alemĆ”n, el U-34, en un acto de piraterĆa propiciado por una misiĆ³n que harĆa enrojecer a cualquier militar de honor.
Y digo esto porque para mĆ hay dos pilares bĆ”sicos en los que se basa o deberĆa basarse la dignidad de un militar, a saber, el honor por llevar el uniforme que simboliza a su patria y el valor para enfrentarse a su misiĆ³n.
Nada de esto se dio en la denominada āOPERACIĆN ĆRSULAā.
El submarino U-34 realizĆ³ su larga misiĆ³n sin bandera, sin pabellĆ³n, sin nĆŗmero, con uniformes espaƱoles a bordo para cambiarlos por los propios si fracasaban y eran detenidos, agazapado en las sombras buscando un blanco fĆ”cil con el que experimentar su armamento para hacer pruebas reales que probaran la eficacia de unos torpedos que fallaban continuamente y con un juramento previo, hecho bajo pena de muerte, de todos sus hombres de no contar jamĆ”s la misiĆ³n en la que intervenĆan.
Todo ello para entrenar a su paĆs y sus aliados fascistas para perpetrar lo que estĆ” considerado como el mayor holocausto de la Historia, la Segunda Guerra Mundial que, casualmente, comenzĆ³ cuando acabĆ³ nuestra Guerra Civil.
Pero no hablarĆ© aquĆ de guerras sino de sus vĆctimas, sobre todo de aquellas que nunca tuvieron voz y – como dice mi buen amigo Antonio Polo GonzĆ”lez ā āno empezaron ni terminaron ninguna guerraā.
En febrero del aƱo dos mil tres, la Universidad PolitĆ©cnica de Valencia me publicĆ³ un libro que escribĆ en memoria de los treinta y siete marinos desaparecidos con el C-3 y que, tras sesenta y dos aƱos de olvido, en mil novecientos noventa y ocho, volvĆa a cobrar vida y āconquistĆ³ de nuevo el derecho a tener un lugar concreto bajo las estrellas : [ N 36Āŗ 39Ā“ 52,5Ā“Ā“ W 4Āŗ 21Ā“33,5Ā“Ā“]ā segĆŗn las palabras de Antonio Polo.
Encontrareis el libro completo, āLos sueƱos perdidos. CrĆ³nica de un marino espaƱolā asĆ como historias diversas acerca de algunos de aquellos hombres, tantos como he podido alcanzar a recopilar por conocer parte de sus vidas. TambiĆ©n me acompaƱaran en Ć©sta travesĆa amigos amantes del tema.
Deseo que os agrade lo que con todo el cariƱo hemos hecho.
Bienvenido amigo de la Mar y de los hombres de la Mar.
Es Ʃsta es parte de una pƔgina que construyo para ti con la esperanza de que conozcamos algunos retazos de las historias que configuran la Historia.
Porque, siempre, inexorablemente, la Historia olvida a los ādesconocidosā que la hicieron posible, en el mejor de los casos levanta un mausoleo en su genĆ©rico nombre y entierra en Ć©l sus memorias, sus ilusiones mĆ”s genuinas, sus humildes vidas.
La historia del Submarino C-3 no es un caso diferente aunque los hombres que lo tripulaban y desde su nave intentaron luchar por la paz de su Patria, tienen nombre y apellidos.
Unos nombres y apellidos tras los que se hallan vidas de esfuerzo, de trabajo denodado, de amor a su profesiĆ³n, de disciplina, de valentĆa y tambiĆ©n de sueƱos sencillos como pueden ser el mirar de nuevo al ser amado, la caricia tierna de un hijo, el calor de unos padres, la ilusiĆ³n intacta de una joven hermana, el respeto de un hermano de ideas contrarias.
Esa historia, tan prĆ³xima y tan lejana a la Historia de las armas y de las batallas de uno u otro signo, es la que casi nunca conocemos.
Tal vez, si conociĆ©ramos ese lado humano, las guerras no tendrĆan cabida en nuestras vidas. Al pensamiento de crueldad que subyace en nuestras mentes y nos hace rechazar cualquier conflicto en el que se mata y se muere, se unirĆa la pena por los miles de millones de sueƱos perdidos de seres que nacieron con el derecho a ser felices.
Y a ellos, a los tripulantes del C-3, ese derecho les fue arrebatado con intransigencia, exaltada al extremo, por sus propios hermanos.
Fueron vĆctimas de la mayor de las crueldades, aquella que enfrenta la misma sangre y hace que quede tras su paso la derrota mĆ”s amarga, aquella en la que sĆ³lo hay vencidos.
Si todas las guerras son crueles y Ć©tica y moralmente incuestionables, nada mĆ”s parecido a la pĆ©rdida de la razĆ³n que una guerra llamada irĆ³nicamente civil, la guerra de los hermanos.
Porque si en los combates se pierde la vida, tras Ć©stos sĆ³lo es cuestiĆ³n de tiempo para que aparezcan los instintos mĆ”s bajos, aquellos que hacen que quede en entredicho la dignidad del ser humano.
Y de entre los ādesconocidosā surgen los āolvidadosā, aquellos para los que los derechos mĆ”s elementales no existen, aquellos cuyo nombre no se puede ni recordar en voz alta, aquellos cuyo estigma arrastran sus familias y seres queridos como una pesada cruz de la que nadie puede liberarlos.
Yo, me he permitido, modestamente, luchar contra este olvido escribiendo pequeƱos retazos de la historia de un ādesaparecido olvidadoā, para conjurar su recuerdo.
Algo sobre mĆ
NacĆ en Santomera, Murcia, lustros despuĆ©s de la desapariciĆ³n del Submarino C-3 pero con su estela pegada a la piel.
Y digo esto porque mi abuela materna, madre de JoaquĆn Ruiz, viviĆ³ en mi casa hasta su muerte acaecida en mil novecientos setenta y tres cuando contaba noventa y ocho aƱos.
Desde donde se inicia mi memoria la recuerdo contĆ”ndonos a mi hermano y a mĆ la historia del hijo perdido.
A mĆ me sorprendĆa que siempre lo hiciera entre susurros, sentada eternamente en la mecedora de su habitaciĆ³n y con la puerta cerrada.
Mi hermano y yo la escuchĆ”bamos transidos y sobrecogidos porque cada dĆa, cada palabra parecĆa encerrar mĆ”s dolor que las anteriores.
Sus relatos remataban, inexorablemente, con el rezo de un rosario que parecĆa suponer para ella el cierre momentĆ”neo de un duelo insuperable.
Luego, renovĆ”bamos las āmariposasā, lamparillas que nadaban en un tazĆ³n de agua con unas gotas de aceite, encendĆamos su pequeƱa mecha y la luz parpadeante nos mostraba, a rĆ”fagas, la cara del tĆo que desde su portarretratos de madera nos miraba sonriente.
Mi hermano y yo salĆamos de la habitaciĆ³n con un poco mĆ”s de admiraciĆ³n por aquel buen hijo y, en silencio, nuestras miradas se preguntaban por quĆ© no podĆamos hablar de Ć©l abiertamente, contarle a nuestros amigos cosas de Ć©l, por quĆ© Ć©ramos depositarios de un secreto que se perpetuaba dĆa a dĆa.
Y, entonces, buscĆ”bamos, sin hacer ruido, en el cofre donde mi madre guardaba aĆŗn parte de su ajuar, las fotos de Ć©l, las extendĆamos en el suelo y, sentados frente a ellas, sentĆamos una gran congoja por no haberlo conocido.
RecogĆamos todo en silencio, como si de reliquias se tratara y nos recomponĆamos pensando que enseguida nos tocarĆa ir a nuestro mausoleo particular, la casa de la familia que la abuela habĆa cerrado con todos sus recuerdos dentro para venirse a vivir con su hija el dĆa que naciĆ³ mi hermano.
SolĆamos ir a la casa unas tres veces a la semana porque, en una inmensa conejera de obra que estaba en el patio de la higuera, mis padres criaban conejos para nuestro consumo.
DespuĆ©s de venir del colegio por la tarde, cogĆamos la merienda y unos haces de hierba y nos Ćbamos a la casa que estaba en el extremo opuesto del pueblo, casi donde Ć©ste acababa.
EntrĆ”bamos por la puerta del patio, cumplĆamos nuestra encomienda y nos colĆ”bamos por las estancias. Todas estaban igual que cuando se hallaba habitada salvo la habitaciĆ³n del tĆo JoaquĆn que habĆa sido sellada con un candado con todas sus cosas adentro.
Mi hermano habĆa encontrado la manera de abrir el candado sin que se notase de modo que cada dĆa, dedicĆ”bamos un rato a merodear por entre los muebles apilados, los papeles y libros guardados en cajas, los objetos que habĆan ido acumulĆ”ndose tras sus viajes, sus ropas, sus armas, sus cartas,ā¦
Recuerdo muchos papeles finos, como transparentes, casi ya amarillentos y con una letra de mĆ”quina azul violĆ”ceo, procedĆan de la Armada Republicana e iban dirigidos al abuelo.
Mi hermano y yo nos mirĆ”bamos asustados, en el colegio nos decĆan que aquellos hombres habĆan sido malos, muy malos, culpables de que EspaƱa hubiera sufrido una guerra y que estaban todos en el infierno.
Llenos de culpa por la violaciĆ³n del secreto familiar, salĆamos de la habitaciĆ³n, recomponĆamos el candado y con la cabeza baja volvĆamos a casa con el temor de que nos notaran lo que habĆamos hecho.
Para entonces, yo ya estaba enamorada de la historia de mi tĆo, en secreto, con la fuerza que tan sĆ³lo tienen los amores contrariados aunque me llevarĆa muchos aƱos comprender muchas cosas.
La abuela muriĆ³ antes que el dictador, se apagĆ³ un dĆa de noviembre al mismo tiempo que lo hacĆan las āmariposasā del tazĆ³n. En ese momento, yo estudiaba cuarto curso de Ingenieros AgrĆ³nomos en Valencia y luchaba en la clandestinidad por la democracia.
Desde que empecĆ© la carrera, varias veces estuve a punto de ser detenida y, por supuesto, siempre estuve āfichadaā con lo que la Beca Salario que me permitĆa estudiar permaneciĆ³ en constante peligro y el expediente acadĆ©mico que habrĆa acabado con mi carrera siempre se cerniĆ³ sobre mĆ.
Afortunadamente nada de esto sucediĆ³, acabĆ© mis estudios con veintidĆ³s aƱos casi al tiempo que mi hermano obtenĆa su cĆ”tedra tras doctorarse en Ciencias QuĆmicas en Murcia. ComencĆ© a trabajar en el IRYDA de Alicante y tuvimos la oportunidad de vivir la agonĆa del dragĆ³n que acabĆ³ un veinte de noviembre cerrando un tormento para mi familia que habĆa durado treinta y seis aƱos, siete meses y veinte dĆas con sus noches.
A partir de ese instante mi madre perdiĆ³ parte del miedo que siempre la tuvo atenazada por la historia del hermano republicano y se erigiĆ³ en depositaria de la memoria de la familia.
Entonces me di cuenta plenamente de que su dolor era comparable al que habĆa reconocido en la abuela, sin lĆmites, y que siempre habĆa sido asĆ aĆŗn cuando su fuerza hubiera logrado contenerlo.
HabĆa perdido al gran amor de su vida, mi padre, nueve aƱos antes y, al dolor de esta pĆ©rdida que jamĆ”s superĆ³, se uniĆ³ entonces, cuando se pudo volver a recordar, el dolor de su juventud destrozada por la pĆ©rdida del hermano desaparecido y olvidado.
Y siempre me decĆa, āNena, es que un desaparecido nunca se acaba de morir, te mueres tĆŗ antes esperĆ”ndolo, como les pasĆ³ a los abuelosā.
Y tenĆa razĆ³n. El destino, siempre tan imprevisible, quiso que mi hermano encontrara el domingo ocho de noviembre de mil novecientos noventa y ocho, en el diario āEl PaĆsā, un reportaje que hablaba del hallazgo en MĆ”laga del pecio del C-3 y su reconocimiento de autenticidad por parte de la Armada EspaƱola.
Me quedĆ© muda cuando me lo enseĆ±Ć³, nos miramos sin saber quĆ© decirnos, creo que los pensamientos de ambos volaban hacia mi madre intentando protegerla de la noticia, otra vez el hermano vivo, otra vez las heridas abiertas de par en par.
Pero, no pudimos evitar lo inevitable, los periĆ³dicos de Murcia se hicieron eco de la noticia en muchas de sus ediciones mostrando fotografĆas de la dotaciĆ³n en las que se reconocĆa claramente al tĆo JoaquĆn.
Y asĆ, una prima hermana suya que vive en Cobatillas, llegĆ³ un dĆa a casa con un periĆ³dico y ambas trasladaron su corazĆ³n y su alma a aquellos lejanos dĆas en que su ser querido, despuĆ©s de amarlas, las abandonĆ³ para siempre sin despedirse del todo.
Desde ese dĆa y hasta que muriĆ³ un veintisiete de mayo del aƱo dos mil, mi madre no tuvo consuelo.
De pronto, como si todos los demĆ”s recuerdos hubieran quedado en un especial limbo, el hermano ocupĆ³ todo su pensamiento y todas sus palabras.
Por eso, en su ataĆŗd, lugar de descanso eterno, yo le puse bajo los pies una foto de Ć©l, para que la acompaƱara en su Ćŗltimo viaje y siempre estuviera junto a ella.
Por quĆ© escribĆ el libro
Desde que la Armada espaƱola certificĆ³ la autenticidad del pecio del submarino C-3 en mil novecientos ochenta y ocho, las noticias en forma de reportaje periodĆstico, radiofĆ³nico y televisivo se sucedieron sin parar.
En ellas se hablaba del proyecto de reflotar el sumergible y las familias de las vĆctimas formamos una AsociaciĆ³n con el Ć”nimo de que asĆ se hiciese para enterrar a los muertos de aquella tragedia y, de ese modo, poder cerrar el duelo por ellos
A principios de enero del aƱo dos mil dos, mi hermano que vive en Murcia recibiĆ³ una llamada de Adelina, la mujer de RamĆ³n āel Mauricioā, vecinos del pueblo y muy queridos por nuestra familia.
El mensaje de la llamada bien podrĆa formar parte de una novela de Gabriel GarcĆa MĆ”rquez y su escritura de prodigios.
Adelina le contĆ³ a mi hermano que la habĆa llamado una gran amiga suya que vivĆa en Cartagena para decirle que se habĆa enterado por la prensa de que posiblemente reflotarĆan al C-3 y sacarĆan los restos de los marinos en Ć©l enterrados.
Solita, que asĆ se llamaba esta amiga, querĆa saber si quedaba algĆŗn familiar de JoaquĆn que quisiera sus restos porque si no era asĆ, ella estaba dispuesta a reclamarlos para que los enterraran con ella.
Solita tenĆa a la sazĆ³n ochenta y seis aƱos y, entonces, ya viuda y con dos hijos, habĆa decidido romper su silencio y contar su secreto mejor guardado.
Se habĆa prometido con el tĆo JoaquĆn el dĆa que Ć©l se fue para no volver, fue la Ćŗltima persona que lo vio en tierra antes de embarcar a su destino final, era su novia viuda.
Cuando mi hermano me dio la noticia recordĆ© vagamente que mi madre me habĆa hablado de ella, āEl tĆo JoaquĆn pretendĆa a una chica que era maestra, se llamaba DoƱa Solitaā.
Todo el mundo en la familia lo sabĆa pero, al parecer, despuĆ©s de la tragedia no quedĆ³ lugar para nada que no fuese el dolor y Solita se perdiĆ³ en el Ć©ter.
La llamĆ© y fui a conocerla, en cuando que nos vimos supimos que Ć©ramos la tĆa y sobrina que el destino nos habĆa negado.
Me contĆ³ muchas cosas y encontrĆ© tanto amor intacto en ella que me dije a mĆ misma que esa historia, esa humilde y tierna historia, habĆa que plasmarla de algĆŗn modo, para que no se olvidara, para que a las palabras no se las llevara el viento.
AsĆ naciĆ³ el libro, nutrido por tanto y tanto amor como aquel ser especial logrĆ³ inspirar en todos los que lo conocieron y para que se sepa que Solita, su gran amor, a sus noventa y un aƱos, le sigue rezando un rosario todas las noches.
CĆ³mo se publicĆ³
Yo no soy escritora pero me propuse soslayar ese hecho evidente redactando, con el mayor de los mimos, hechos y recuerdos.
Tuve que buscar mucho en la Historia para extractar lo significativo para mĆ, pasĆ© dĆas interminables estudiando y ordenando los recuerdos y vivencias, le robĆ© mucho tiempo al tiempo.
Como dije anteriormente, soy Ingeniero AgrĆ³nomo y trabajo como TĆ©cnico de AdministraciĆ³n Especial en la Universidad PolitĆ©cnica de Valencia. SabĆa del gran amor hacia la creaciĆ³n literaria que sentĆa el entonces Rector de la InstituciĆ³n y a Ć©l me dirigĆ para presentarle mi proyecto cuando el libro estada totalmente acabado y maquetado.
Le dejĆ© una copia los dĆas previos a las vacaciones de Navidad del aƱo dos mil dos.
A la vuelta, sobre la mesa de mi despacho, tenĆa una carta suya en la que me decĆa que habĆa leĆdo el libro, que le habĆa emocionado y que consideraba adecuado incluirlo en los fondos bibliogrĆ”ficos de la Universidad.
Me remitĆa a la Jefa de Publicaciones de nuestra InstituciĆ³n, con la que Ć©l ya habĆa hablado, para que se publicase cuanto antes.
En el mes de febrero del aƱo dos mil tres, el libro veĆa la luz.
Para mĆ fue como un sueƱo hecho realidad, el sueƱo que recuperaba āLos sueƱos perdidosā.
Y sentĆ que todo habĆa sido posible gracias a una tierna mano que habĆa guiado la mĆa como un motor que dirige una nave hacia el puerto de la Memoria.
Algunos hechos para la reflexiĆ³n
SerĆa interesante poder responder a algunas preguntas que me he ido planteando desde que el submarino C-3 fue hallado, en el aƱo de gracia de mil novecientos noventa y ocho, en plena democracia, y comenzaron a verterse rĆos de tinta sobre Ć©l.
La primera que me asaltĆ³ como un zarpazo, fue enterarme que algunos familiares de los tripulantes no querĆan saber nada de ellos. Ćstos se convertĆan, de esta manera, en ādesaparecidos, olvidados y renegadosā. Me pareciĆ³ tal la crueldad que aĆŗn me cuesta encontrar una explicaciĆ³n a semejante desatino. ĀæAĆŗn dura aquella guerra? ĀæTodavĆa se considera que aquellos pobres servidores de la Patria eran unos malnacidos? ĀæSiguen en el infierno como tantas veces me dijeron en el colegio de pequeƱa?
Me pregunto tambiĆ©n por quĆ© un marino, amante de la Mar y de los hombres de la Mar, buen historiador e instructor de submarinistas en la Base Naval de Cartagena, tuvo que grabar, con una cĆ”mara de vĆdeo domĆ©stico a uno de los supervivientes del hundimiento, D. Isidoro de la Orden IbƔƱez, y, asĆ, recoger su testimonio poco antes de morir Ć©ste en agosto de mil novecientos noventa y siete. ĀæNadie antes pudo o quiso escucharlo?
QuizĆ”s alguien sepa del porque unos familiares claman que los suyos no eran ārepublicanosā y que, incluso āeran amigos de los curasā. ĀæSer republicano es o era malo? ĀæTener o no tener relaciones con el clero es mejor o peor para determinar la humanidad, la valentĆa o la dignidad de alguien?
He tenido el dudoso honor de conocer a un familiar muy allegado de un marino que āibaā en el C-3.
Hombre culto Ć©l, catedrĆ”tico de Universidad, me dijo que lo Ćŗnico que Franco habĆa hecho mal era no haber matado a cinco millones de espaƱoles en lugar del millĆ³n que aseguran las crĆ³nicas. Y, aƱadiĆ³, āsi asĆ lo hubiera hecho, EspaƱa serĆa hoy un gran paĆs exento de rojos facinerososā. ĀæSerĆa como me dijo? Me espeluzna el pensamiento.
ĀæAlguien cree que se puede seguir dando pĆ”bulo a un marino que faenĆ³ en dos submarinos durante la contienda, desertĆ³ de uno de ellos, le perdonaron la āfaltaā trasladĆ”ndolo a otro que fue hundido ācasualmenteā el dĆa que Ć©l desembarcĆ³ por un supuesto permiso? Porque, Āæa uno le dan un permiso cuando esa misma noche el submarino se va a hacer a la mar?
Tengo mƔs preguntas, espero las vuestras
Rita Campillo Ruiz
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